Me acerco al bus y cuando voy a subir el conductor me toca la mochila. Señala la bodega debajo del bus y me dice “Euro pol” o algo por el estilo. Pensé que onda era como con los maleteros de Liniers o Retiro, así que le tiré un Euro y me dispuse a abordar. El tipo me para y dice “Euro and pol”. Llovía, y mi paciencia se acababa. Saqué 20 centavos de euro y se ríe. Todos los que estaban ahí se empiezan a reir. A nadie le importaba la lluvia ni subir al micro, era más interesante reirse del Argento que no habla el idioma. Me río yo también y le pregunto “Dobro?” (¿todo bien? En Esloveno, Croaba, Bosnio, Serbio). “Ne, Euro POL”. Empecé a sacar y darle en forma sistemática monedas de 10 centavos de Euro hasta que se completó el Euro y MEDIO que me estaba pidiendo. El muchacho me da el comprobante y subo.
Me ubico cómodamente en mi asiento y compruebo que el papel que el morocho me dio decía claramente en inglés “Transporte de equipaje €1.5”. ¿No era más fácil empezar por ahí? Bueno, no importaba, ya estaba encaminado. El bus estaba casi vacío. No había más de 12 personas incluyendo los conductores. Si bien la distancia en línea recta entre las dos ciudades es de 400 kilómetros, el viaje duraría más de 12 horas.
Primero que nada, porque si solo durase 6 horas llegaríamos a la ciudad a las 2 am, un horario un poco incómodo. Además que el bus pasa a través de Croacia y hace unos cuantos kilómetros en ese país antes de meterse en Bosnia. Esto también significa que los pasaportes son controlados en cuatro oportunidades, demorando 25 minutos cada una de esas veces. Por último, los conductores se aseguran de que lleguemos a Sarajevo a las 8:30 am, cuando ya hay transporte público para ir al hotel o el trabajo. Este servicio de alta categoría implica que los muchachos hacen una parada de 10 minutos cada hora para fumar, siempre controlando el tiempo. Si van muy rápido se estiran unos minutos más y se toman un café en una estación de servicio. Tranqui.
Fue imposible dormir. El asiento era como cualquier otro pero por alguna razón era marginalmente más incómodo, lo suficiente para impedirme encontrar la posición justa. Cuando por fin la encontraba el bus entraba en un camino montañoso zigzagueando y empujándome de un lado a otro o simplemente los choferes decidían que su nivel de nicotina era demasiado bajo y hacían otra pausita para un puchito o dos. En una de esas pausas me di cuenta que el día empezaba a amanecer. El reloj marcaba 5:30 am y ya estábamos bien adentrados en territorio de Bosnia.
El panorama era totalmente verde, dividido en dos por el camino que transitábamos. La lluvia ya no era tan intensa como la del día anterior pero las montañas que rodeaban el valle encerraban a las nubes y aseguraban que mi estadía en este país iba a ser húmeda en su mayor parte. De vez en cuando el bus entraba en alguna pequeña aldea. En las afueras se podían ver edificios a medio construir o a medio destruir abandonados desde hace más de 10 años. Eventualmente, al parar en algún semáforo se veían los primeros edificios agujereados por balas.
El paisaje era exactamente el mismo hasta dos minutos antes de llegar a la terminal de ómnibus de Sarajevo. La lluvia era intensa de nuevo y aceleré mi paso hacia la parada del tranvía. Nunca había estado ahí, nunca había visto un mapa pero el sentido común me indicaba hacia donde correr. A lo lejos divisé el refugio en dónde supuestamente paraban los trenes. Mi misión era tomar el número 1 que me dejaría a pocas cuadras del hostel. Por alguna de esas causalidades se me ocurrió cambiar dinero en Ljubljana. Compré 20 papelitos bosnios por € 10.54. Sin pensarlo mucho se deduce que el cambio es 1 BAM (Bosnian Mark) = 3 pesos argentos.
Y esos 20 BAM fueron más que útiles, porque el cajero en la estación de buses no funcionaba y las casas de cambio todavía estaban cerradas. El pasaje en tram costó 1.60 BAM y ya me habían alertado que ni se me ocurriera viajar sin ticket (como es común en los trams de Budapest o Zagreb). Hay inspectores todo el tiempo, encubiertos y cuando ven a alguien que no marca el pasaje (especialmente si es turista), tapan las máquinas para marcar, traban las puertas, sacan la AK-47 y empiezan a controlar.
Si bien sabía perfectamente el nombre de la estación en donde tenía que bajar, no había ningún cartel o indicación en las paradas. Preguntarle al resto de los pasajeros no era una opción ya que en el vagón solamente había un borracho de 70 años agarrado de una ventana gritándole a las chicas que pasaban. En los trams más nuevos hay carteles indicadores dentro de los vagones (así como en la mayoría de los subtes), sin embargo este tren debía tener más años que el borracho, de casualidad tenía puertas y lugares para sentarse (no me atrevería a llamarlos asientos).
Bajé donde me indicó el instinto y llegué sin muchos problemas al hostel. El edificio tenía más de 100 años de antigüedad pero el departamento que funcionaba como hostel estaba impecable. Sin dudas el mejor hostel en el que me había quedado hasta ese momento. Las camas tenían un colchón de verdad, los baños impecables y el living no estaba lleno de australianos borrachos gritando como suele estar, sino que había un metegol y un piano desafinado.
Entro a mi habitación y me cruzo con un tipo con cara de pocos amigos. Mantuvo la misma expresión durante toda mi estadía. En un principio pensé se que trataba de algún veterano de guerra que había sido tomado prisionero por los tatuajes tumberos y las cicatrices. Lo saludé en ingles y me contesta “Aggj”. Más tarde me enteraré de que esta mente brillante hablaba cuatro o cinco idiomas, así que tal vez, sin darme cuenta, me saludó cordialmente en Klingon.
Desconozco que estaba haciendo en el hostel. Me dijeron que era como “parte de la familia”, había estado viviendo ahí unos cuantos meses, algo entendible por el precio más que accesible y la comodidad que ofrecían. Supuestamente venía de Francia y estaba realizando algún tipo de trabajo. Yo jamás lo vi trabajar, cada vez que llegaba al hostel estaba en la computadora jugando de forma adictiva. El misterio de esta persona se acrecentaba por el hecho de que solo lo veía comer una vez al día, en el desayuno provisto por el hostel y, como todo maniático o posible asesino serial, tenía su cama perfectamente estirada todo el tiempo. Aunque hacía meses y meses que estaba ahí, solamente tenía una pequeña valija, siempre cerrada y una bolsa de supermercado de esas que usan las abuelas, todo perfectamente ordenado.
Empiezo a desempacar mis cosas para romper un poco el orden en la habitación impuesto por este personaje y me doy cuenta que otra de las camas está ocupada. A los 5 segundos entra su dueña, Katrina. Una chica canadiense de entre 19 y 22 años que estaba recorriendo la ex Yugoslavia como yo, pero en otro orden. Nos presentamos, compartimos el desayuno, le sacamos el cuero a nuestro compañero de cuarto y salimos juntos a recorrer Sarajevo.
Nuestra primera parada fue el “Tunel de Sarajevo”. Queda un poco lejos del centro pero es bastante sencillo llegar. Una opción viable es tomar un taxi, ya que Sarajevo tiene “los taxis más baratos de Europa” según promocionan los carteles. Sin embargo el recorrido es un poco largo, éramos turistas y estaba lloviendo. El taxista no nos iba a cobrar menos de 15 euros. Así que tomamos un tram hasta el final del recorrido y allí sí un taxi para terminar de acercarnos. Recomiendo regatear y arreglar el precio de los taxis antes de abordar para evitar malos entendidos.
El túnel realmente es impactante. La recorrida empieza mirando una película de 20 minutos con la historia del sitiado de Sarajevo, entre 1992 y 1995. La sala de cine está improvisada en una antigua habitación de la cala decorada con fotos, uniformes viejos y cascos colgados en la pared, y cajas de granadas y municiones como asientos. Durante el sitiado de la ciudad, ésta fue rodeada por tropas Serbias y quedó aislada del resto del territorio libre de Bosnia. Eventualmente Sarajevo se vió desabastecida de alimentos, combustible, electricidad y armas. Es por esto que construyeron este túnel subterráneo secreto que conectaba un barrio alejado de la ciudad con el aeropuerto. Por este medio ingresaban todo tipo de provisiones, energía y combustible.
Hoy en día se pueden recorrer 20 de los 800 metros originales. El túnel no es para nada ancho ni alto. En la película se ve gente yendo y viniendo al mismo tiempo, transportando pesadas cajas y animales. Cuando caminen dentro del túnel se van a dar cuenta que no debió ser nada fácil. Para completar la visita hay documentos, diarios de la época, municiones usadas y la misma casa tiene casi todas sus paredes agujereadas por las balas (aunque para ver eso no es necesario ir hasta ahí). Realmente vale la pena ir. Salimos y casi al instante aparece un taxista que nos ofrece llevarnos de vuelta.